Se llama Laureana, tiene 84 años y las manos curtidas de una vida entera trabajando en el campo. Y lo ha perdido todo. “Bueno, al menos estamos aquí”, le dicen las vecinas, que no paran de acercarse a abrazarla y a ver cómo se encuentra. Su casa, y todo lo que había dentro, fue pasto de las llamas en el barrio de arriba de Castrocalbón.
Laureana fue desalojada “con lo puesto” cuando el fuego ya estaba encima. No tuvo tiempo de recoger nada. Ni un recuerdo. “Ni el libro de la boda, ni la cartilla que tenía ahí con 400 euros en la cartera, ni el carnet de conducir”, enumera. Nada. Absolutamente nada.
Tras pasar varios días en el polideportivo de La Bañeza, soñaba con volver a su hogar: una casa preciosa, construida hace décadas por el abuelo de su suegro y reformada recientemente por su yerno, Agustín. Allí vivía desde hacía 64 años, desde el día de su boda. Y allí solía reunirse toda la familia: “Venían mi hija, mi yerno, la otra hija, las nietas... que la que está en León, ¡bueno! ¡Para casa de su abuela, que a casa de su madre no quería ir!”.
Pero al regresar lo encontró todo perdido: “En La Bañeza me lo dijeron a última hora las hijas, que se había quemado la casa... Pero yo no pensaba que había sido tanto, pensaba que se habría quemado algo, pero no quedaba nada de nada de nada”, lamenta.
Su casa es una de las ocho calcinadas en Castrocalbón por el peor incendio de la historia de España. Otras localidades aún corrieron peor suerte. “Y aquí, si no llega a ser por los mozos y vecinos del pueblo, se hubieran quemado más”, puntualiza su familia.
Lo que más le duele es haber perdido su arca, donde atesoraba dos manteos para sus nietas, enaguas, una denga, un pañuelo de ramo, el mandil… “Era un arca preciosa, toda de castaño, de cuatro tablas que estaban enteras... Y bueno. Todo eso se abrasó. Como un espejo con un marco tallado por mi hija Conce, que era precioso”, recuerda, triste.
“Ni siquiera tengo la foto de mi marido”, añade, refiriéndose a un retrato de ambos, que presidía la casa. En enero hará dos años que falleció. Tiene más imágenes de él, sí, pero el que guardaba en la casa —el que miraba a diario— también se hizo cenizas.
El fuego arrasó con todo porque los medios eran escasos. Insultantemente insuficientes. “Había 25 o 30 chicos muy bien uniformados pero que tenían un camionín pequeño, con unas mangueras que perdían más que echaban, y echaron agua hasta que se les acabó, y quedaron parados porque no podían hacer nada”, relata Agustín.
“Primero yo les dije a los bomberos que cargaran el camión en la caneleta –añade la hija de Laureana, Feli– pero dijeron que no podían, que eran del monte y no podían apagar esto; luego tampoco porque al marcharse la luz no había agua en el depósito... Aquí en este barrio no apagó nadie nada”, subraya.
Conce, su hija mayor, que vive en Bilbao, le ofreció marcharse con ella. Pero Laureana se niega: “¿Cómo marcho yo del pueblo, con 84 años, después de toda una vida?”, se pregunta.
Por eso ahora vive con su hija Feli y toda su familia, en una vivienda pequeña de tres habitaciones donde conviven nada menos que seis personas. “Nos tenemos que apañar, porque dormimos de cualquier manera, apretujados”, dice Feli.
Sin embargo, por la mañana, bien temprano, Laureana se levanta para volver a las ruinas. Allí, junto a Max, su perrito inseparable, pasa las horas mirando lo que fue su casa y saludando a quienes se acercan a mostrarle cariño y preocupación.
“No como los políticos porque ni uno ha pisado aquí. Sólo el alcalde, porque tenemos un alcalde que vale su peso en oro, porque ése sí ayudó, fue uno más, se ha preocupado por la gente, de los que tenemos esto quemado, y es el único que ha venido a ver esto”, afirma Feli.
La familia reclama a las administraciones menos promesas y más hechos. “Que se dejen de discutir uno con otro, que no se aclaran ni entre ellos. Aquí tenían que estar y ver qué pasa. No conocen los pueblos, no saben lo que son”, dice Laureana.
Feli recuerda la ilusión que sintió al escuchar al presidente de la Junta –“Mañueco creo que se llama”– prometer que “iba a levantar las casas que estaban quemadas”. “Pero yo quiero que venga ya, que manden máquinas para limpiar esto, y que se pongan a hacerlo ya, que no lo dejen para dentro de un año o dos”, exige.
“Yo no quiero ningún apartamento: quiero mi casa, la quiero volver a hacer, y que me ayuden a hacerla, por favor”, piden las hijas. “No va a quedar igual que estaba... pero por lo menos”, añade el yerno.
El mayor temor de la familia es que la tragedia se olvide cuando pasen los titulares. Como pasó con la sierra de la Culebra, con la Dana de Valencia o con el volcán de La Palma:“¿Quién habla de eso ahora? ¡Nadie!”.
Porque lo material, al fin y al cabo, se puede reconstruir. Pero lo que se perdió para siempre, como el álbum de boda de Laureana, que contenía algunas las primeras fotos que hizo Villazala; la colección de castañuelas talladas por Conce, y tantos otros recuerdos, ya no volverá jamás.
Entre cenizas y silencio, lo único que resiste es la memoria: esa que Laureana guarda en su voz cada vez que enumera lo perdido, y que sus hijas luchan por mantener viva. Lo demás, todo lo demás, tendrá que esperar a que las promesas se cumplan y a que las máquinas lleguen al barrio de arriba de Castrocalbón.
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